Misiles Y Remolinos (o los displaceres voyeuristas)

©2003, Eugenio Zigurat |


No sé por qué insisto en escribir esto como si alguien más lo fuera a leer. Como si a alguien le llegara a importar.
Vete al demonio, jodido, improbable lector. Esto lo escribí para mí y si estás leyéndolo es porque, como todos los demás, padeces un maldita compulsión voyeurista. Si no fuera así, ahora estarías comiendote a puñados el mundo, en lugar de leer esto o de meterte como zomby a una función de cine, a la maldita ventana falsa de tu televisor o a cualquiera de esos otros artilugios o negocios que se inventan sólo para que gente pusilánime, como tú, viva en virtual esa vida que no se atreve a experimentar en carne y hueso.
Así que vete al demonio. Una y otra vez.
A lo mejor esto lo sacaste de un archivo histórico, o estás sentado en el maldito baño sin que la mierda acabe de escurrirte por ahí y estás leyendo esto porque es el único papel que tienes a la mano para limpiarte toda esa podredumbre que de seguro jamás te molestas en mirar.
Me das demasiado asco. Hoy en día la gente ya no sabe qué es la dignidad. ¿Por qué insistes en leer? ¿Te gusta que te insulten o sólo es que ya no lo notas de tan acostumbrado que estás?
Ese es tu problema y estar escribiendo esto, es el mío. No voy a caer a la misma tentación que tú, a pretender que soy civilizado y que conozco las reglas de urbanidad y las reglas de la literatura y cualquier regla; no voy a dejar que esta decisión de ser escritor me robe hasta estos últimos momentos... Y no, tú no sabes nada, no empieces a pensar... ¿Y que hago yo, haciendo prolepsis para que no te me adelantes en la trama? Esto, como todo en este mundo, es mierda.
Estoy harto de la mierda: quise ser un escritor de fama, quise los mismos sueños que plagan el inconsciente colectivo de esta podrida naranja azulosa; me comí toda esa mierda predigerida y dorada por los espacios publicitarios y ahora necesito vomitarla.
Estoy escribiendo porque preciso hacerlo, no porque pretenda ganar un premio y las muchas monedas que vienen con él, o por ver mi nombre desde el más allá estampado en nuevecitos y hermosos libros; ya nada de eso queda en mí, las traiciones han agotado toda mi paciencia, todo rito y posible sacralización de los actos.
El tiempo se me está escapando y a mi alrededor sólo hay basura, en un departamento mal acondicionado, sin lujos pero plagado de libros que ningún heredero, si lo llegase a tener, se molestará en leer o conservar; sólo libros viejos, demasiado espacio robado a la posibilidad de nuevos maquillajes.
Pero yo no quiero más máscaras, sólo vomitar esto. No tengo una pistola en la mano, no tengo mis maletas armadas para irme a recorrer como vagubundo cada rincón del planeta.
Tengo en el centro del pecho un corazón que se está retorciendo, que se cimbra y parece llenarse de nada, una nada muy dolorosa, como si un escorpión estuviera clavándome su ponzoña en ese justo lugar y no estuviera dispuesto a retirarla.
Allá afuera suenan las ambulancias, una que otra patrulla, la música alta a dos cuadras parece encubrir risas; aquí sólo sigue el silencio, sólo ese espacio que se parece al eco. El eco de tus pensamientos, de tu corazón en terrible tortura. En tortura, simple y sencillamente, en tortura mientras la luna se filtra enorme entre las sábanas gastadas que tengo como cortinas.
Y no estoy escribiendo un cuento, tampoco una nota de suicidio. Sólo estoy escribiendo y sólo para mí y, sin embargo, cierto asqueroso pudor me sigue impidiendo soltar este río de vómito que me sube por todos los poros.
Vomitar anatómico, vómito celular. Estoy contagiado, he sido contagiado pese a todos los cuidados, a cada una de mis precauciones. Pareciera que el destino se empeña en hacerte realidad las pesadillas más abyectas; el destino, un númen o sólo la fatalidad desde ese cielo invisible.
No lo sé, es sólo que hoy me he descubierto en medio de la enfermedad; así, sin previo aviso, tendido en la cama, viendo sin mirar la TV; jugando videojuegos en un ansia de trascendencia y, justo en ese momento, tras la enésima derrota en el nivel, lo pude sentir: la indiferencia me poseía, me poseé aún en estos momentos, mientras mis dedos luchan por manipular este cilindro amarillo que suelta polvillo negro en cada letra trazada, y algo, en torno a este corazón, parece dispuesto a arrastrarme a la cama, a un eterno girar entre sábanas, a una sonámbula espera del amanecer, a la nueva rutina que me llene los ojos de placer voyeurista: mirar lo que otros hacen, justo como todos los demás; es sólo que hay público y elenco.
Los que actúan sólo hacen eso: actuar para ser el blanco del morbo en los demás; los deseos parecen acabarse con cada compra, con cada meta conseguida: hacer una novia para luego perder interés, tenerla para lucirla como un auto y cambiarla como se compra el modelo del próximo año, antes de que acaben los doce meses del presente. Actuar, sólo actuar frente a los ojos hambrientos, envidiosos, voyeuristas.
Y de pronto mi vieja vena vuelve, mis viejas ideas de ciencia ficción me hacen pensar en complots extraterrestres o, mejor aún, en complots terrícolas: agencias equipadas con misiles anímicos para dispararlos a través de los mass media, misiles teledirigidos que no dejen intacto a uno solo de los espectadores.
Quizá sea algo más sencillo, quizá el ácido que llena con sensación de vacío mi músculo cardiaco, no sea mas que un destilado, una pus de envidia que me roe y me corroe.
Pero no, lo sé, mis teorías deben ser las certeras, las precisas. Uno de esos misiles, o el ser simbiótico que injertó en mí, me controla y trata de apagar esta rebeldía, este vómito que ni siquiera parece saliva plagada de jugos gástricos. Algo, algo está pasándo en mí, he abierto los sellos... He dado quizá con la palabra clave y como un androide dickiano estoy a punto de estallar o tal vez sólo sea el cansancio, no lo sé más.
Los remolinos, los remolinos vuelven a aparecer ante mis ojos y mi memoria empieza a crepitar, a derrapar como la aguja gastada de un viejo tornamesa sobre un vinilo rayado y sé que no importa cuál vorágine elija, no importa que en este instante recuerde mis otras rebeldías, mis otros vómitos; los remolinos me conducirán a un sueño de ovejas que pastan y no quieren salir del redil.
Trataría de huir, pero ahora recuerdo: la última vez que eché a correr por las calles, desperté tiritando de frío bajo un puente y jamás recordé estas espirales, me bastó suponer una espantosa borrachera, con lo que el sentimiento de culpa fue mayor.
Los remolinos me rodean, se abren y cierran como bocas invitantes; han dejado de parecer siemples distorsiones en el aire y ahora son labios carnosos, concéntricos, enloquecedores.
Desde el brillante fondo del que ocupa el centro de mi cuarto, me parece distinguir la cara alegre, coqueta de una chica pelirroja...
Ahora sé que nunca podrás ser lector de esto, no importa que ahora haya usado lápiz y papel para escribirlo: los remolinos se lo llevarán también, quizá lo corrijan y me dejen a cambio un cuento felizmente mediocre.
O peor aún, quizá todos estos remolinos sólo los imagino para justificar el resultado de este nuevo intento de escribir.
O quizás nos veamos esta noche en el corral del sueño y hablemos y discutamos y mañana, en una calle cualquiera, nos crucemos, rocemos nuestros vestidos y no nos reconozcamos y sigamos presurosos nuestra senda de voyeuristas de tiempo completo, quizá.

Escrito el 20 de febrero de 2003 en algún rincón de la sierra poblana


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