© Carlos Alberto Limón |
La conocí en la Autónoma (antes que los decretos la transformaran en Benemérita), en la facultad de Filosofía y Letras, en el Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica.
Cuando soñaba con ser escritor.
De tez apiñonada, no fue la excepción que confirmara la regla. Nunca tuve alguna preferencia en particular sobre colores de piel, grados académicos ni complexiones corporales; después de ella siguieron más mujeres apiñonadas, o claras, o morenas. Altas o bajitas. Delgadas o regordetas. De grandes senos o de enormes caderas. Discriminador no. Nunca.
Un sencillo postulado, la regla de (baño en) oro.
Esta Mercedes, llamémosle así por hacerlo de algún modo, tampoco fue noviazgo corto ni largo, matrimonio, amante o “amiga con derechos”.
Simplemente fue.
Como una blitzkrieg.
Rápida.
Violenta.
Pero repetida.
Pasión de verano. Y con él murió.
Nunca hicimos nada extra. Ni inventamos nada nuevo. Ni descubrimos el hilo negro del sexo, la fórmula infalible.
Ninguno era virgen (o como quiera que se le llame a esa condición).
Tampoco promiscuos.
Normales, así, sin más.
Sin embargo, únicas fueron las veces que rondamos el parque Juárez, el Paseo Bravo o las calles aledañas a su casa, siempre después de medianoche, siempre pegados uno contra el otro, siempre bajo una vieja gabardina negra que hizo historia.
Siempre bajo la lluvia.
Primera vez bajo una lluvia. Recuerdo un aguacero torrencial y varias lloviznas simples.
Nunca volví a intentarlo.
Nunca volví a verla.
Pero una cosa quedó clara después de ella. La confirmación de una sospecha.
Que la pasión animal mitigada con sexo y agua genera un poco de amor.
Que la pasión animal mitigada con alcohol genera inspiración.
Ciudad de Puebla. 24/04/1994.
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