©2009, Eugenio Zigurat |
Me sentía fuera, en un universo paralelo donde todo, repentinamente, insospechadamente había retrocedido, involucionado a etapas más primitivas e intransigentes.
Despertar antes de la salida del sol, caminar calles desiertas, un barrio pobre sin marquesinas ni iluminaciones, checar tarjeta y hacer todo a mano, horas tras hora, con el sexual rumor de los pistones, allá atrás, que más que ruido de fondo era una especie de sinfónica destartalada que nos metía a su ritmo, mientras estaba ahí, con sus metálicos quejidos. Una y otra vez, dándole y dándole, duro y bonito, una y otra vez. Las máquinas folladoras no paraban un solo instante. Seguían y seguían sin cesar, jodiendo. A mì me tocaba arreglarle a sus hijos, embellecer a esas porquerías que nada se parecían a sus padres y que terminábamos, yo y toda la línea de armadores, transformando en cosas menos parecidas. Otras máquinas que follarían para hacer otras cosas. Cuando llegaba la hora de comer, tampoco las cosas cambiaban. En menos de una semana me acostumbré a contar en automático y ya sabía cual era el silbido que me permitiría salir a lavarme las manos, a sentarme unos instantes en la banca metálica de afuera para comerme en tres bocados el par de estúpidos emparedados de mantequilla de cacahuate, para luego volver a la línea y salir sólo cuando el sol ya tenía rato oculto tras los edificios.
Cada vez subir al camión y bajar era en automático, en una especie de somnolencia atroz que apenas me dejaba ver otra cosa que mis manos llenas de cicatrices de pequeños cortes, llenas de capas de resistol que poco a poco iba quitándome en mántrica e infantil concentración, hasta que otra parte de mí me decía: hora de bajarte y así, sin más, le hacía caso y me metía a la casa. Yo supongo que cenaba, de emparedados dulces no vive el hombre y me queda la impresión de que siempre me preparaba un plato enorme lleno de huevos fritos y tragaba y me arrastraba a la cama, así, nada más.
Hace como un mes, creo, me desperté más tarde, mucho más tarde y antes de pararme me quedé un rato a pensar en esa enorme, interminable línea de porquerías metálicas. Algo raro estaba creciendo en mí, algo muy raro que no me dejaba reflexionar nada con exactitud. Una especial anestesia que traía dormido a mi cerebro. Esa vez ni siquiera sentí la alarma de las agujas del reloj, girando, persiguiendo interminables, exhaustivas la hora en punto.
Gregorio Samsa al menos supo, nada más se despertó, que se había convertido en un insecto. Yo tardé en darme cuenta de que me había transformado en un esclavo, en una especie de mayordomo, de matrono robótico preparado para recibir los incompletos abortos de aquellas máquinas lujuriosas e insaciables.
Me bañé, me vestí con ropas que ya ni siquiera recordaba, dejé el overol y las botas en un rincón del baño, debajo del lavabo y casi ni me acuerdo de cómo llegué a la fábrica. Mi capataz me detuvo cuando traté de pasar la tarjeta.
--Ya no --me dijo--. El súper te está esperando en la oficina.
Pensé en la falta de empleo, en la crisis, en todas las cosas que se me vendrían encima por pararme tarde. Mi cabeza era un nido de filósofos discutiendo cuál era el mejor pretexto, la mejor súplica y manera de autohumillarme para recuperar lo perdido.
--Yo --dije y si hubiera traído gorra o sombrero, de seguro lo hubiera estado arrugando entre las manos--. Yo...
--Adelante, Don E., pásele. Aquí tengo su paga.
--Yo --insistí.
--No se preocupe, todo está bien, si lo que quiere, es una carta de recomendación, pásese por aquí la próxima semana --y me dio un sobre--. Y cuando vuelva a tener otras vacaciones, lo esperamos por aquí. Ande, le hace falta descansar.
No recuerdo cómo llegué a casa ni cómo me tiré en la cama, desperté en horario inverso y con la seguridad de que se me había hecho tarde. Entonces vi el sobre y empecé a hacer memoria; mientras me estiraba sobre el colchón y extendía las piernas, los dedos de los pies, aun temí que se transformaran en patas de cucaracha, en tenazas de robot, pero nada de eso pasó.
En algún momento tuve que haber prendido la tele, pero pasaba como otra línea de montaje; una cosa tras otra, tras otra, sin sentido, sin objeto, sin ver el producto final. Volví a descubrir el sobre y la sola cifra hizo que recordara mi proyecto así que miré el reloj y corrí a ponerme de gala. Ni siquiera pensé en tomar un taxi, me descubrí en el camión, poco antes de llegar a mi destino y volví a bajar en automático. Sólo cuando estuve frente a las puertas, recordé entero mi objetivo, pero ya era tarde: la marquesina luminosa estaba apagada, algunos focos rotos, los amplios neones llenos de polvo y sobre la cortina metálica, estaba el sello de clausura.
Di más que un par de pasos atrás y revisé toda la fachada, sólo por comprobar que estaba en el lugar adecuado y lo estaba. No supe qué sentir, volví a tomar el autobús y con cada metro recorrido el enojo se empezó a aparecer y con él un proyecto. Alguna de sus amigas me lo comentó en una ocasión: el otro antro donde trabajaban; me bajé en el cruce exacto y tomé el último colectivo; aquella fachada seguía íntegra: los neones en azul, la música a todo trapo; me paré frente a la puerta sin decidirme y el cadenero me echó una mirada y luego sonrió.
--A que te cerraron el lugar de costumbre; traes cara de eso. Pásale, tenemos a las mejores --me dijo y descorrió la cortina. En el centro de la pista una morena alta, acuclillada sobre enormes plataformas de plástico transparente y sin una sola ropa frotaba las nalgas y la entrepierna contra un tubo cromado.
Me di media vuelta y empecé a vomitar; la música en ese instante cambió a ritmo industrial y pude escuchar otra vez el sonido de las máquinas folladoras y entendí aquello que me pasaba. Eché a correr mientras el cadenero gritaba estupideces sobre mi desviación sexual.
Supongo que me quedaré aquí, en mi cuarto, encerrado, sin amigos, sin TV, sin nada más que esta pared lisa e inmóvil; no soporto las imágenes que me suscitan lo de afuera. Desde aquella noche no he parado de sentir asco, no he parado de mirar en cada máquina, en cada cosa, en la más inocente viejita, el interminable sube y baja de los pistones.
No hay esperanza para mí. De vez en cuando, trato de hacerme terapia. Me digo que la culpa es de la fábrica, que lo de afuera sigue tan natural como siempre, que sólo accedí a extraños nodos de tiempo que sintetizaron en un par de semanas el potencial de trauma psicológico equivalente a una vida entera de vivir al arrullo de las máquinas. Me lo digo y vuelvo a decir, discuto conmigo mismo y a veces casi me convenzo.
En tres ocasiones he conseguido llegar a la tienda de la esquina y en cada oportunidad he regresado dejando un rastro de vómito tras de mí. No puedo evitarlo, afuera, escucho los pistones todo el tiempo y poco a poco una idea se hace más y más clara: no soy un insecto ni un robot; lo único que pasó es que me he transformado en el primer ser consciente del universo.
Ya estoy seguro de eso, porque ahora, en los sueños, cuando estas paredes no son suficientes para contener la realidad, soy capaz de ver a Dios; sí, a Dios, el eterno voyeur que construyó este universo sexual donde todo, absolutamente todo, folla.
He pensado en el suicidio, pero sé que tampoco será una solución: la bala follándome el cerebro; los gusanos, follando cada milímetro de mi ser...
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